La tienda de guantes

1974”. Una fecha más, pero no una fecha cualquiera, al menos para mí. Acaba una etapa, el colegio y empezaba otra, la universidad, Ciencias de la Información, rama de Periodismo. Una vocación latente desde los 11 años. Hace 35 años, acababa de leer un libro “1984” de George Orwell, una novela de ciencia-ficción, con tintes políticos y un final desolador, que evocaba un futuro todavía lejano. Un mañana que ahora forma ya parte de mi pasado y del que guardo un álbum de recuerdos y experiencias.


Por ceñirme a un terreno concreto, que conozco bien, el retail, diré que, por aquel entonces, mi padre era dueño de una pequeña tienda de guantes en una céntrica calle de Madrid, al lado de la Puerta del Sol. Un establecimiento de los ya quedan pocos o casi ninguno, un monumento al comercio tradicional. Se proveía de la fábrica de mi abuelo , que también era tienda, situada junto a las Cortes y el Hotel Palace, el cual les proporcionaba a ambos una nutrida clientela (principalmente turistas). La fábrica era amplia y espaciosa, con los cortadores y costureras en la trastienda, confeccionando patrones, cortando y cosiendo la piel. Pero, la tienda de mi padre era otra cosa. La recuerdo como una “obra de arte”. Una estructura de madera maciza. Un mostrador robusto y largo, lleno de hendiduras y cajones. En su superficie, dos cojines de pana marrón, encajados en rodetes también de madera , que hacían las veces de “apoyacodos” para que los clientes pudieran probarse los guantes, mientras mi padre encajaba uno a uno sus dedos en la piel. Detrás del mostrador, una estantería de pared a pared, llena de cajoncitos de diferentes tamaños, con etiquetas de cartón, escritas a tinta y enmarcadas en un bordecito dorado, donde se podían leer tallas, colores, tamaños y sexo ( caballero y señora). No había caja registradora, ni escáner ni TPV. El cobro se hacía en una especie de buró con una tapa de persiana ( que estaba siempre bajada) para dejar libres dos cajones, uno de monedas y otro de billetes. En este último, mi padre guardaba una diminuta escoba de fray Martín de Porres que, decía, aseguraba tener siempre llena la caja, una ilusión no siempre cumplida, como la mía de recuperar un tiempo que no volverá.